GABRIEL ALBIAC
GAVIOTAS que, con suprema elegancia, sobrevuelan el basurero; tan necrófagas como las hienas. La fuerza visual de esa metáfora persevera en la memoria de este animal enfermo de cine. Out of the blue («Caído del cielo») es para mí, con diferencia, la mejor película de Dennis Hopper. La que alza su elegía a un mundo muerto: el de la gran épica del rock and roll, al cual pusiera punto de inflexión poética su temprana Easy Rider, rodada cuando era posible aún morir en combate; aunque el combate fuera con un descerebrado rústico que tira de rifle desde su apestosa furgoneta. Era posible vivir deprisa; aunque, al final, la heroica Harley Davidson acabara destripada, al margen de una cuneta en la infinita línea de las carreteras que no van a ningún sitio. Era posible morir joven; aun cuando a tantos se llevara la muerte más estúpida; no la apocalíptica guadaña de los grandes relatos, la aguja sólo, la desalmada. ¿Dejar un bello cadáver? Eso, ni a los más altos héroes de Troya les fue concedido. El cadáver es maculado enseguida por el polvo. Y las Harley Davidson son máquinas demasiado puras para saber nada de aquellas lágrimas de plomo hirviente que Homero vio a los caballos de Aquiles verter sobre la polvareda del combate en el cual pereció Patroclo. Pero Easy Rider era 1969, cuando la tempestad apenas había anunciado su comienzo. Out of the blue sucede en las últimas trincheras, cuando, al cabo de once años, casi todas la batallas se han perdido.
Del más perseverante rockero de esos años tomaba el título de su película Hopper. Out of the Blue es la escueta maravilla que abre en bucle el álbum al cual da shakespeariano título uno de sus versos: ...rust never sleep..., algo así como que «la herrumbre nunca duerme». Bucle, porque con el eco de esa canción se cierra el disco: la misma, aunque cambiado el subtítulo (Into the black, en lo negro); la misma, sólo que dinamitado ahora el inicial tono angélico que daban a su apertura voz y pulcra guitarra, triturado por el estruendo que sabiamente distorsionan las guitarras eléctricas con las que Crazy Horse hizo los directos más bestias de esos años. «¡Más vale arder en una sola llamarada, puesto que la herrumbre nunca duerme!» La herrumbre, la jodida herrumbre, a la cual, si lo solemne nos complace, podemos llamar muerte. Pero que el Neil Young furioso que lo escupe sabía bien que no es ese instante sólo en el cual todo bicho -humano o lo que sea- tiene que dejar de estar; que es cada segundo, cada instante en el cual se nos va el presente y, con él, hasta el último átomo de cuanto somos. No es una revelación que haya impuesto el vértigo de nuestro siglo. Quevedo lo puso -y dio con ello cima a la intuición primera del Barroco-, en la forma más literariamente perfecta con que haya dado la lengua castellana para decir el drama de ser hombre: «presentes sucesiones de difunto».
A Hopper se lo ha llevado el cáncer. Tan común, tan canalla... La herrumbre que no duerme. Aquí, allá, en media docena de lenguas, leo tópicos que hablan de «icono de la contracultura». ¡Icono de la contracultura a los setenta y cuatro...! Aquí, allá, en media docena de lenguas, los mismos tristes lugares comunes sobre el motero de Easy Rider. No hay muchos que recuerden -quizá porque es más triste, por ser más inteligente- aquel Out of the Blue que seguía el vagar de una desolada adolescente, casi una niña, empeñada en repetir con Neil Young que «el rock and roll no morirá nunca», justo en los tiempos de los cuales el rock and roll era ya canto fúnebre. Inmenso basurero, sobrevolado por bellísimas bandadas de gaviotas. Necrófagas como hienas.